viernes, 2 de julio de 2010

UNA PARED PARA CECILIA: Las tribulaciones de ser madre adoptiva y artista en la frontera norte







Estudié en la Escuela Nacional de Artes Plásticas y aprendí cosas importantes. Que el arte es un universo en constante cambio, un instrumento para romper barreras, abrir el espíritu, hablar con el alma, sacudir lo establecido, cuestionar lo cuestionable, echar a andar el pensamiento y hacernos entender el mundo con otros ojos, llevándonos lejos de lo mundano y cerca de lo majestuoso.

La otra cosa que aprendí es que los artistas generalmente son los seres más ególatras, ridículos, mimados y delicados que existen. Sobre todo en su etapa de formación, donde los que nos dedicamos a la artisteada fantaseamos con ser los nuevos Picassos o Mozarts y resultar unos genios desde nuestra más tierna juventud, mostrándole al mundo nuestro rostro de “me vale lo que diga la gente, yo lo hago por que quiero” mientras que volteamos furtivamente a ver nuestros sombreros, a ver quien deposita billetes, becas, notas periodísticas o elogios en nuestros blogs (o en nuestras revistas de cine independientes, ejem…) Por esa misma tendencia a buscar el aplauso, el artista muchas veces rechaza el sistema de vida común y corriente de crecer, casarse, tener hijos y criarlos, supuestamente porque le roban tiempo a la necesidad de expresarse, pero también, creo yo, porque le roban a uno el tiempo que podría usar recibiendo flores y aplausos por sus garabatos, brincos y gritos.

UNA PARED PARA CECILIA es una película de Hugo Rodríguez, con Jimena Guerra y Vladimir Zamudio, que trata sobre como una vida bohemia se encuentra de golpe con el deseo de echar raíces. CECILIA es una chica de Tijuana dispuesta a dedicarse toda su vida al arte sin caer en las normas establecidas para su rol como mujer. Se mantiene trabajando en una farmacia y pasa todo su tiempo dibujando, pintando y haciendo performances, aunque su escéptica madre le insista en que debe dedicarse a algo menos hippie. Su mayor desgracia en la vida es que la obliguen a pasar tiempo con sus parientes lejanos, pero fuera de eso, todo marcha relativamente bien. Un día, un niño llamado Rafael intenta robarse su mochila y sufre un accidente cuando ella lo detiene. Él va a parar al hospital. A Cecilia le preocupa el chavo y se decide a cuidarlo. De pronto están en una extraña relación como de hermanos, primero, que va mutando hasta el punto en que Cecilia se convierte en una mamá adoptiva no oficial para Rafael. Ella empieza a descubrir su instinto materno y siente que tener un hijo-discípulo no es tan malo después de todo… si no fuera porque al muchacho le interesa más salir a jugar con otros niños que dedicar todo el día a dibujar cairelitos en las paredes. Para acabarla de amolar, Rafael no está solo en el mundo. Su familia lo espera del otro lado de la frontera. Cecilia empieza a revalorar todo este asunto de la vida, la maternidad, y el sencillo hecho de tener a alguien a su lado, mientras su separación se hace inminente.

Con una trama muy sencilla, esta película te pone a pensar en todas esas cosas que muchas veces ignoramos. Te invita a ver la vida desde otros ángulos y a recordar como nos separan diferencias superfluas pero nos unen las mismas necesidades. Sorpresivamente, también da un retrato amable de la vida en Tijuana que se siente bastante real, sin caer en lugares comunes de violencia fronteriza, y tiene una riqueza visual que se agradece después de años de ver cine mexicano que parece filmado a través de un vidrio rayado.

Una película que bien podría ser un éxito veraniego para gustos sensibles. Me dejó con un buen sabor de boca y la confianza de saber que en la vida y en el arte, todavía se puede encontrar un poco de bondad.


por Abel

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